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Actualmente Elysium atraviesa un maravilloso verano, predominando los días soleados, aunque también de vez en cuando es posible toparse con días donde las lluvias no paran de caer sobre la isla. Las temperaturas varían bastante, yendo de los 33° como máximo hasta los 18° como mínimo. Esta temporada es ideal para paseos en la playa, fiestas al aire libre, todo tipo de actividades recreativas en las que puedas disfrutar de un hermoso sol y cielo despejado en su mayoría.
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• When we were young — Flashback [Privado]
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por Invitado Jue Jun 28, 2018 2:06 am
"It's hard to admit that
Everything just takes me back
To when you were there
To when you were there
And a part of me keeps holding on
Just in case it hasn't gone
I guess I still care
Do you still care?"
[ ··· ]
Everything just takes me back
To when you were there
To when you were there
And a part of me keeps holding on
Just in case it hasn't gone
I guess I still care
Do you still care?"
[ ··· ]
Se sentía como cualquier otro día, pero no; este era especial. Hacía un año que llevaba conociéndose con Eurídice, en aquellos tiempos no eran más que simples tortolitos, dos jóvenes tontos jugándose todo por el amor. Habían quedado esa tarde para encontrarse en los jardines colgantes, un hermoso lugar que siempre solía frecuentar con ella cuando deseaban tener un momento a solas. Si bien aquel sitio era bastante público en aquellos tiempos, ellos encontraban algún espacio en el que poder tener un poco de privacidad; inocentes palomitas. La esperaba pacientemente allí, sentado en una banca cerca de los jardines, afinando la lira y dejando todo ordenado para cuando ella llegase. Ese día, luego de tanto tiempo estando en una relación, deseaba dar el siguiente paso. Tal vez algo apresurado, sí, pero sentía que sin lugar a dudas era el momento adecuado.
Ambos se llevaban como dos gotas de agua, si bien como toda pareja no todo es perfecto ni color de rosas, pesaban más las ventajas que las molestias. Compartían el mismo sentido de humor, gustos muy similares y principalmente la capacidad que tenían de decirse las cosas a la cara si algo estaba pasando entre los dos. Si hallaban algo que les incomodaba, siempre se hacían saber su desconformidad, aunque quizás estuviese errada o simplemente se preocuparan de más. Él por su lado era un poco más explosivo con esto, si bien no se enojaba demasiado... sí que demostraba una actitud tal vez algo distante, como desanimado por creer que a su amada le sucedía algo. Rápidamente arreglado con una pequeña charla, claro está; pero en cambio ella era mucho más despreocupada, o eso asemejaba. Alguien que se despegaba rápido de los sentimientos incómodos, decidiendo ignorarlos y seguir como si nada hubiera pasado. La más madura de los dos, por así decirlo en muchas cosas.
A pesar de todo, y que no todos los días tuviesen la bella oportunidad de hablar, y por más que a veces Orfeo sintiera que el interés de su amada estaba posado en otro lado, continuaba sintiendo el mismo cariño de siempre por ella; incondicional. Confiaba en su palabra, ¿por qué habría de dudar? Nunca le había dado razones para hacerlo. Por más que muchas veces se haya sentido incómodo, recordando que ella siempre le iba con la verdad, no tenía razones tampoco para quedarse enojado mucho tiempo. Eso sí ... si había algo que le molestaba, es que llegara tarde... él era puntual, tal vez demasiado. Siendo capaz de llegar unos diez minutos antes por si las dudas... pero eran esas tonterías lo que amaba de la rubia. El poder reír con ella a pesar de sus diferencias, cada uno con asuntos pasados que obviamente los ponían a la defensiva a todo momento, más siempre comprendiéndolo, respetándose... con cariño.
— "¿Dónde se metió esta mujer...?" — se preguntó él. Pensaba que podría haberle pasado algo. Miró a un lado, teniendo esa pequeña cesta con comida, más que nada fruta fresca. Y un ramo de flores; oculto entre este, un anillo de oro. Aún no estaba del todo convencido, temiendo que le fuese a rechazar abruptamente. Hasta un poco de miedo tenía, un hombre como él sintiéndose así... era digno de ver. Nervioso, le faltaba sudar por la frente nada más.
Invitado
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por Arya E. Mnemosyne Mar Jul 03, 2018 12:50 am
"I started to become greedy
I wanted to live with you, grow old with you
Hold your wrinkled hands
And say how warm my life was..."
I wanted to live with you, grow old with you
Hold your wrinkled hands
And say how warm my life was..."
A veces era sorprendente cómo el destino se encargaba de unir dos almas, por más distantes que pudieran estar físicamente uno del otro, había algo entre ellos que los mantenía cerca, sin importar qué tan apartados estuvieran. Eurídice era una joven ingenua, pero irradiaba una felicidad imposible de apagar, una luz que no se vería mermada por la más mínima oscuridad. Y Orfeo era el principal causante de ella, alguien que supo mantener esa alegría que desde siempre le caracterizó. Ya hacía tiempo de que empezaron con esa relación, altos, bajos, todo tipo de cosas ocurriendo entre ellos, pero manteniéndose fuertes ante cualquier eventualidad.
Ella era feliz, no necesitaba nada más que eso, ni siquiera sentirse amenazada por las eventualidades que pudieran presentarse entre ellos, peleas o alegrías, todo era bueno para fortalecerles, para mantener ese lazo que les unía completamente fuerte. Orfeo era quien le hacía olvidar todo lo malo, el que le instaba a sonreír día con día, evitar que una expresión de tristeza se atreviera siquiera a surcar su delicado rostro. Había confianza, había cariño, había absolutamente todo lo que tenía que haber en una pareja.
Ese día sólo tenía una cosa en mente, y es que desde hace días habían planeado ambos un día de campo, algo simple, una pequeña reunión entre ellos. Eran tiempos tranquilos, no existía nada que pudiese evitarles un día agradable, quizás hasta terminarlo con ella escuchándole tocar la lira a la luz de la luna llena que se presentaría esa noche según lo previsto. Eurídice salió lo más temprano posible que pudo de su hogar, ésta vez quería llegar pronto, no dejar que ese terrible hábito de la impuntualidad hiciera de las suyas con ella. Iba con buen tiempo, caminaba con tranquilidad por las veredas que le guiarían hasta los jardines, deteniéndose cada tanto sólo para buscar unas cuantas bayas, cortar frutos de los árboles, e incluso buscar entre los campos algunas flores para adornar la cesta que llevaba consigo. En poco tiempo llegaría al lugar acordado, y estaba segura de que sería un día hermoso, el sol brillaba y brindaba un clima cálido y agradable. El tiempo avanzaba, y debido a la emoción Eurídice emprendió una carrera al acelerar el paso al saberse más cerca de Orfeo.
Sin embargo, y en medio de su travesía, un dolor punzante en su tobillo le hizo tropezar y caer el suelo, la cesta que llevaba consigo cayendo al mismo tiempo, y esparciéndose su contenido por la vereda. Eurídice sólo pudo mirar hacia su tobillo, y después a una pequeña serpiente que se alejaba escondiéndose entre la maleza.
Lo ocurrido fue evidente, pudo darse cuenta en el momento que miró su tobillo, de donde unas cuantas gotas de sangre empezaban a descender por su piel, doliendo y ardiendo como el mismísimo infierno. Intentaba levantarse, llamar a alguien, pero donde se encontraba estaba segura que nadie podria escucharle, que nadie podría saber siquiera que se encontraba en peligro. Llegaría tarde con Orfeo, volvería a decepcionarle con su impuntualidad.
Mientras pensaba en eso, se sintió mareada, se sentía cansada, con sueño, y en menos tiempo del esperado ya el dolor en su tobillo era una mera ilusión. La vista borrosa se hizo presente, y al intentar de nuevo ponerse de pie volvió a caer al suelo, costándole cada vez más respirar, mantenerse despierta. El pecho dolía, y sentía su garganta cerrarse, el veneno entró a su torrente sanguíneo, y se esparció tan rápido que ella no tuvo tiempo siquiera a reaccionar. Poco a poco, su luz se apagó, hasta que sus ojos se cerraron por completo, y su respiración mermó hasta desaparecer por completo. Tan sólo un murmullo, un nombre fue el que escapó de sus labios, un último suspiro llamando a quien le esperaba todavía en los jardines.
Praesidium
Arya E. Mnemosyne
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por Invitado Mar Jul 03, 2018 1:32 am
Los minutos pasaban, y aún sin señales de que Eurídice fuese a hacer acto de presencia pronto. Miraba el tiempo, las nubes pasar, y lentamente fue guardando las cosas, no porque se hubiera cansado de esperarla y decepcionado se fuera a su casa; pensaba salir a buscarla. Ya que era demasiado raro en ella siquiera faltar a una cita a la cual le invitara él. Prácticamente imposible que sucediera, ambos tenían eso juntos, el llegar de forma puntual. Así que tomando sus pertenencias, dejando la cesta de frutas y demás atrás, desplegó aquellas amplias alas en aquel entonces blancas como el más hermoso marfil, y en un vaivén potente se separó del suelo, remontó vuelo y comenzó a buscarla por todos lados. El corazón de Orfeo daba punzadas fuertes, tenía una corazonada de que algo malo le había sucedido a Eurídice más su mente le pedía a gritos que se tranquilizara, que no pensara en cosas raras ni perdiera la paciencia, tarde o temprano la encontraría y seguro todo estaría bien; de eso quería convencerse el peligris.
Más su sangre se heló, cuando como si fuese una suave brisa en sus oídos, escuchó su nombre ser mencionado por una voz que le resultó tan familiar, que un intenso escalofrío le recorrió la espalda que le hizo incluso temblar en el aire, como una turbulencia que casi le hace echarse en picado al suelo.
— "Eurídice... por favor..." — pidió a todos los Dioses posibles habidos y por haber, que ella estuviera bien. Que su presentimiento no era nada más que eso, tal vez se había quedado a mitad de camino ayudando a alguien, era normal en ella algo así por lo que no tenía razones para enojarse con ella. Sus ojos de todas maneras se sentía aguados, pesados, y su pecho apretaba fuerte, quitándole el aliento; a punto de llorar. Pasaron al menos unos quince minutos, y desde la distancia divisó un grupo de personas que parecían rodear a alguien. Por unos segundos dudó si descender, ya que estaba más ocupado buscando a la rubia. Pero su corazón le dijo, de nuevo, que debía hacer el bien, que Eurídice estaría bien, no había nada de lo que preocuparse. Aterrizó y guardó sus alas, caminando lentamente y apartando gentilmente a la gente. — ¿Qué pasa a-...quí? — sus palabras fueron abruptamente interrumpidas por la escalofriante visión de una mujer que difícilmente no reconocería. Era Eurídice, en el suelo, pálida como la luna misma.
Hizo a un lado al resto de personas que estaban en su camino, arrodillándose y agarrando a la mujer en brazos, abriendo los ojos de par en par, espantado. Le tocó una mejilla, estaba ardiendo en llamas, como si una gran y peligrosa fiebre le estuviera aquejando. — ¡Eurídice! ¡Eurídice, despierta! — pedía desesperado. Creía que era una broma, pero al tocar su cuello se encontró con que aquello era de verdad. Su pulso era prácticamente inexistente, o al menos él no lo sentía. Una mujer anciana se le acercó, tocando el hombro de Orfeo para llamar su atención. Este giró su cabeza rápidamente, con lágrimas brotando de sus ojos. — ¿¡Qué!? — gritó. — Joven... a la muchacha le ha picado una serpiente, deberás apurarte ... y encontrar al curandero si quieres ayudarla. — recomendó. Orfeo, sin saber realmente qué hacer, desplegó sus alas y eso fue exactamente lo que hizo, cargando a la rubia en brazos.
Al llegar al lugar, golpeó la puerta con uno de sus pies ya que tenía sus brazos ocupados con el cuerpo de Eurídice. — ¡Ayúdeme, por favor! — exclamó, sorprendiendo al anciano que sobresaltándose un poco notó el cuerpo prácticamente inerte de la rubia. — ¡A-ah! ... Recuéstala en la cama, por favor. — decía rápidamente, levantándose y tomando su bastón. Rengueando se acercó, notando las marcas en el tobillo de la mujer. Suspirando profundamente, miró de reojo a Orfeo y le habló en un tono que parecía hasta tétrico. — Sal... — ordenó. — ¿Pero por qu-...? — fue callado inmediatamente. — ¡Sal! — gritó. Esta vez Orfeo, acariciando la mano de su amada, hizo caso y salió de aquella choza. Tuvo que esperar afuera quién sabe cuánto tiempo, pasaron las horas, y no recibía noticia. Y eso que estaba al lado, con la posibilidad de entrar, pero no lo hizo... quizás por miedo de que ocurriera lo peor.
Cuando escuchó la puerta rechinar y abrirse, el viejo solo le hizo seña de que entrara, su mirada se notaba triste, se le veía la culpa en los ojos aunque no haya hecho nada malo, con lástima vio a Orfeo, mientras este entraba... armándose de valor, para ver a su amada allí, en ese lecho donde se encontraba recostada...
Más su sangre se heló, cuando como si fuese una suave brisa en sus oídos, escuchó su nombre ser mencionado por una voz que le resultó tan familiar, que un intenso escalofrío le recorrió la espalda que le hizo incluso temblar en el aire, como una turbulencia que casi le hace echarse en picado al suelo.
— "Eurídice... por favor..." — pidió a todos los Dioses posibles habidos y por haber, que ella estuviera bien. Que su presentimiento no era nada más que eso, tal vez se había quedado a mitad de camino ayudando a alguien, era normal en ella algo así por lo que no tenía razones para enojarse con ella. Sus ojos de todas maneras se sentía aguados, pesados, y su pecho apretaba fuerte, quitándole el aliento; a punto de llorar. Pasaron al menos unos quince minutos, y desde la distancia divisó un grupo de personas que parecían rodear a alguien. Por unos segundos dudó si descender, ya que estaba más ocupado buscando a la rubia. Pero su corazón le dijo, de nuevo, que debía hacer el bien, que Eurídice estaría bien, no había nada de lo que preocuparse. Aterrizó y guardó sus alas, caminando lentamente y apartando gentilmente a la gente. — ¿Qué pasa a-...quí? — sus palabras fueron abruptamente interrumpidas por la escalofriante visión de una mujer que difícilmente no reconocería. Era Eurídice, en el suelo, pálida como la luna misma.
Hizo a un lado al resto de personas que estaban en su camino, arrodillándose y agarrando a la mujer en brazos, abriendo los ojos de par en par, espantado. Le tocó una mejilla, estaba ardiendo en llamas, como si una gran y peligrosa fiebre le estuviera aquejando. — ¡Eurídice! ¡Eurídice, despierta! — pedía desesperado. Creía que era una broma, pero al tocar su cuello se encontró con que aquello era de verdad. Su pulso era prácticamente inexistente, o al menos él no lo sentía. Una mujer anciana se le acercó, tocando el hombro de Orfeo para llamar su atención. Este giró su cabeza rápidamente, con lágrimas brotando de sus ojos. — ¿¡Qué!? — gritó. — Joven... a la muchacha le ha picado una serpiente, deberás apurarte ... y encontrar al curandero si quieres ayudarla. — recomendó. Orfeo, sin saber realmente qué hacer, desplegó sus alas y eso fue exactamente lo que hizo, cargando a la rubia en brazos.
Al llegar al lugar, golpeó la puerta con uno de sus pies ya que tenía sus brazos ocupados con el cuerpo de Eurídice. — ¡Ayúdeme, por favor! — exclamó, sorprendiendo al anciano que sobresaltándose un poco notó el cuerpo prácticamente inerte de la rubia. — ¡A-ah! ... Recuéstala en la cama, por favor. — decía rápidamente, levantándose y tomando su bastón. Rengueando se acercó, notando las marcas en el tobillo de la mujer. Suspirando profundamente, miró de reojo a Orfeo y le habló en un tono que parecía hasta tétrico. — Sal... — ordenó. — ¿Pero por qu-...? — fue callado inmediatamente. — ¡Sal! — gritó. Esta vez Orfeo, acariciando la mano de su amada, hizo caso y salió de aquella choza. Tuvo que esperar afuera quién sabe cuánto tiempo, pasaron las horas, y no recibía noticia. Y eso que estaba al lado, con la posibilidad de entrar, pero no lo hizo... quizás por miedo de que ocurriera lo peor.
Cuando escuchó la puerta rechinar y abrirse, el viejo solo le hizo seña de que entrara, su mirada se notaba triste, se le veía la culpa en los ojos aunque no haya hecho nada malo, con lástima vio a Orfeo, mientras este entraba... armándose de valor, para ver a su amada allí, en ese lecho donde se encontraba recostada...
No te vayas de mi lado, por favor.
Invitado
Invitado
por Arya E. Mnemosyne Vie Ago 03, 2018 10:26 pm
Las horas pasaban una a una, minuto a minuto sentía cómo el alma se le escapaba del cuerpo, y estaba segura de ya no había solución para sí. Apenas podía escuchar la voz de Orfeo a lo lejos, como un eco que se difuminaba en la distancia hasta verse sumido en el silencio y oscuridad eterna, una sensación de vacío en el pecho que le impedía respirar siquiera de manera adecuada. Se sentía extraña, le dolía el cuerpo, y poco a poco fue dándose cuenta de la clase de cosas que estaban ocurriendo, recordaba poco a poco la razón por la que perdió el conocimiento antes, por la que una fuerte punzada se cernió sobre su tobillo mientras iba de camino a encontrarse con él.
Recordó la serpiente, cómo se la cruzó por el camino, cómo alcanzó a notar cómo ésta se ocultaba entre la maleza tras haberle mordido, luego varias personas a su alrededor, y después la voz de Orfeo, gritando su nombre, pidiéndole que resistiera. Aquel médico no podía hacer demasiado, el veneno avanzó muy rápido, y quizás si ambos hubiesen llegado unos minutos antes, ella hubiese podido salvarse. No obstante, ahora no quedaba más que observar cómo aquella joven dejaba de respirar, cómo la vida se le escapaba como arena entre los dedos. Con los ojos apenas entreabiertos, la piel pálida y el cuerpo entero débil por lo ocurrido.
Era un milagro que a estas alturas todavía pudiese discernir el día de la noche.
Recostada sobre la cama, cubierta casi hasta el cuello pese a su altísima fiebre y dificultad para respirar, ella fue consciente de las voces fuera de esa pequeña habitación, y de la mirada que le dirigió Orfeo tan pronto cruzó el umbral de la puerta. La sonrisa de la rubia en ese instante no fue una de tristeza ni condescendencia, sino una de aceptación, un gesto con el que demostraba estar lista para lo que fuese que venía, lo que fuese que le tuviera deparado el destino mismo. Su mano, temblorosa, se extendió para tomar la de su amado apenas lo tuvo cerca, presionando con la poca fuerza que le quedaba sin dejar que esa expresión en su rostro se borrase.
Porque a pesar de todo, y si esos eran sus últimos momentos, le aliviaba en demasía saber que él no se iba de su lado, que a pesar de todo se mantuviese junto a ella.
La mirada de ese hombre gritaba una súplica, le pedía desesperadamente que no se fuera, pero ella no podía permanecer ahí, sabía más que de sobra que esa no era ya decisión suya, y que su alma para entonces ya había sido reclamada por el mismo Hades. Las lágrimas de la más joven entonces empezaron a rodar por sus mejillas, su corazón presionando su pecho de manera dolorosa y su garganta cerrándose cada vez más, respiración lenta, acompasada, piel palideciendo a medida que pasaban los segundos, y las fuerzas escapando raudas de su cuerpo. Ya no estaban esas mejillas sonrosadas, ya no estaban esas sonrisas brillantes, no había nada más, sólo muerte esperando robarle el último aliento.
—En la vida y en la muerte... —musitó, comenzando a cerrar los ojos, mas sin lograr completar aquella frase que ambos en sus collares tenían grabados. Perdió la fuerza, y la luz escapó de una vez por todas, la sujeción en la mano de Orfeo era nula, su pecho ya no se movía, no respiraba, no sonreía.
Eurídice había muerto.
Recordó la serpiente, cómo se la cruzó por el camino, cómo alcanzó a notar cómo ésta se ocultaba entre la maleza tras haberle mordido, luego varias personas a su alrededor, y después la voz de Orfeo, gritando su nombre, pidiéndole que resistiera. Aquel médico no podía hacer demasiado, el veneno avanzó muy rápido, y quizás si ambos hubiesen llegado unos minutos antes, ella hubiese podido salvarse. No obstante, ahora no quedaba más que observar cómo aquella joven dejaba de respirar, cómo la vida se le escapaba como arena entre los dedos. Con los ojos apenas entreabiertos, la piel pálida y el cuerpo entero débil por lo ocurrido.
Era un milagro que a estas alturas todavía pudiese discernir el día de la noche.
Recostada sobre la cama, cubierta casi hasta el cuello pese a su altísima fiebre y dificultad para respirar, ella fue consciente de las voces fuera de esa pequeña habitación, y de la mirada que le dirigió Orfeo tan pronto cruzó el umbral de la puerta. La sonrisa de la rubia en ese instante no fue una de tristeza ni condescendencia, sino una de aceptación, un gesto con el que demostraba estar lista para lo que fuese que venía, lo que fuese que le tuviera deparado el destino mismo. Su mano, temblorosa, se extendió para tomar la de su amado apenas lo tuvo cerca, presionando con la poca fuerza que le quedaba sin dejar que esa expresión en su rostro se borrase.
Porque a pesar de todo, y si esos eran sus últimos momentos, le aliviaba en demasía saber que él no se iba de su lado, que a pesar de todo se mantuviese junto a ella.
En las buenas y en las malas.
La mirada de ese hombre gritaba una súplica, le pedía desesperadamente que no se fuera, pero ella no podía permanecer ahí, sabía más que de sobra que esa no era ya decisión suya, y que su alma para entonces ya había sido reclamada por el mismo Hades. Las lágrimas de la más joven entonces empezaron a rodar por sus mejillas, su corazón presionando su pecho de manera dolorosa y su garganta cerrándose cada vez más, respiración lenta, acompasada, piel palideciendo a medida que pasaban los segundos, y las fuerzas escapando raudas de su cuerpo. Ya no estaban esas mejillas sonrosadas, ya no estaban esas sonrisas brillantes, no había nada más, sólo muerte esperando robarle el último aliento.
—En la vida y en la muerte... —musitó, comenzando a cerrar los ojos, mas sin lograr completar aquella frase que ambos en sus collares tenían grabados. Perdió la fuerza, y la luz escapó de una vez por todas, la sujeción en la mano de Orfeo era nula, su pecho ya no se movía, no respiraba, no sonreía.
Eurídice había muerto.
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Arya E. Mnemosyne
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por Invitado Vie Ago 17, 2018 3:31 am
Se veía tan débil, como una pequeña niña que con fiebre espera el cariñoso cuidado de su ser amado. Frente a los ojos de Gendry se encontraba recostada la mujer que más amaba en todo el mundo y ahora sentía que poco a poco la estaba perdiendo. ¿No había nada más que se pudiera hacer? Se sentía desesperado, pero no podía mostrar flacura justo ahora cuando ella estaba tan mal. Se sentó a su lado y tomó su mano entre las suyas, mirándola a los ojos y dedicándole una dulce sonrisa que de todos modos mostraba esa incesante tristeza que estaba sintiendo ahora. ¿Cómo no hacerlo? Estaba preocupado, tenía miedo de perderla y no sabía qué hacer al respecto. La veía irse lentamente, desesperado imploró una y otra vez en suaves susurridos. —No te vayas, Arya... por favor —pero no tenía sentido, el destino ya había sido dictado desde ese mordisco de la serpiente. El viejo que estaba al lado de Gendry intentaba consolarlo acariciando la espalda pero no había forma de tranquilizar a un hombre enamorado que estaba a punto de perder a su mujer.
No había manera de convencerlo de que se relajara, que las cosas pasarían y que tarde o temprano volverían a estar juntos. ¿Cómo podrían convencerle de algo así? ¡Su amada se estaba yendo! Sus fuerzas lentamente iban desapareciendo como las esperanzas de Gendry de que ella se recuperaría.
Se acercó a ella, besando su frente y apoyando su frente contra la suya. Escuchó sus palabras y cómo su agarre se desvanecía. Los ojos de Gendry se abrieron de par en par no queriendo creer que estaba sucediendo. La vida de su Eurídice se escapaba de entre sus manos, y con su último aliento susurró la frase que siempre se decían como si fuese una costumbre. —... siempre juntos. — murmuró. La garganta se le cerraba y sin poder evitarlo se echó a llorar, un llanto desconsolado como el de un niño pequeño mientras se aferraba al cuerpo sin vida de la rubia, la abrazaba por la cintura con un brazo y sujetaba su cabeza por la nuca con la otra. Acariciaba su cabello, ya sin sentir su cálido aliento hacerle cosquillas en la cabeza. No podía creerlo; tampoco quería hacerlo. Era como una pesadilla hecha realidad, y sus ojos llenos de lágrimas expresaban cuán triste se sentía en esos momentos. Desearía haber sido él quien se fuera, mordido por la serpiente y tomado por el Inframundo, por los gentiles brazos de Hades o Perséfone.
—¿Por qué tenías que irte, por qué...? —cuestionaba una y otra vez. Repitiendo las palabras como si fuera un disco rayado. En una de sus manos sostenía las de Eurídice, mientras en la otra su relicario. Aquel que se regalaron y grabaron el día en que comenzaron aquella amorosa relación. Y ahora arrebatados de la posibilidad de vivir juntos un hermoso futuro, sentía que no era justo, que había algo que no encajaba. —Haré... haré lo que sea con tal de que vuelvas a mis brazos, aunque deba dar mi vida por ello —murmuró. —Te lo juro, Eurídice... iré hasta el inframundo con tal de tenerte a mi lado de nuevo. —aseguraba mientras continuaba llorando sin consuelo. El viejo a su lado, aquel que había intentado todo para salvarla se animaba a hablar tras haberle dejado un buen rato a Orfeo para sufrir la reciente pérdida de su amor.
—Una prueba de amor lo suficientemente fuerte podría ablandar el corazón de nuestra señora Perséfone, Orfeo... tu canto ablandó el corazón del mismísimo rey del Inframundo. —propuso aquella idea en la mesa, sonando preocupado... afligido por el dolor de aquel joven enamorado. —Esto es injusto... ¡es injusto! ¡No nos merecíamos esto! —exclamó. Sintiendo que todo eso no era más que una jugada cruel de los dioses, un egoísmo total de querer llevarse ese hermoso amor que compartían y separarlo. Y si era una prueba para ver si realmente se amaban, cuán poderoso era esa pasión que sentían el uno por el otro, tendría que superar entonces los límites de este mundo. Para Orfeo en cambio no era más que una cruel burla, una broma macabra para hacerles sufrir.
Orfeo tomó el cuerpo de Eurídice en brazos, cargándole sin problema alguno. El anciano intentó detener al peligris pero ya era demasiado tarde. Y al desplegar sus alas, estas en vez de tener un tono hermosamente blanco como el marfil, ya no brillaba con la pureza de siempre. En vez de eso, ahora habían perdido todo su brillo, siendo plumas blancas y nada más. Se la llevaría lejos, donde nadie pudiera hacerle daño a su cuerpo, donde solo él pudiera verle, y donde lloraría por ella hasta que el momento de separarse por completo llegara. El momento en donde el cuerpo de su amada yacería seis pies bajo tierra. Y en ese momento, es cuando el luto comenzaría. La lira de Orfeo sonaba triste, cada nota tocada con una melancolía absoluta. Los animales sufrían con él, los árboles parecían agachar sus copas en son de la música, como si también lloraran con el peligris, acompañando su dolor y comprendiéndolo. La misma naturaleza se ponía a sus pies, y la tierra lloraba por su pérdida junto a su canción.
Orfeo había perdido a su Eurídice.
No había manera de convencerlo de que se relajara, que las cosas pasarían y que tarde o temprano volverían a estar juntos. ¿Cómo podrían convencerle de algo así? ¡Su amada se estaba yendo! Sus fuerzas lentamente iban desapareciendo como las esperanzas de Gendry de que ella se recuperaría.
Se acercó a ella, besando su frente y apoyando su frente contra la suya. Escuchó sus palabras y cómo su agarre se desvanecía. Los ojos de Gendry se abrieron de par en par no queriendo creer que estaba sucediendo. La vida de su Eurídice se escapaba de entre sus manos, y con su último aliento susurró la frase que siempre se decían como si fuese una costumbre. —... siempre juntos. — murmuró. La garganta se le cerraba y sin poder evitarlo se echó a llorar, un llanto desconsolado como el de un niño pequeño mientras se aferraba al cuerpo sin vida de la rubia, la abrazaba por la cintura con un brazo y sujetaba su cabeza por la nuca con la otra. Acariciaba su cabello, ya sin sentir su cálido aliento hacerle cosquillas en la cabeza. No podía creerlo; tampoco quería hacerlo. Era como una pesadilla hecha realidad, y sus ojos llenos de lágrimas expresaban cuán triste se sentía en esos momentos. Desearía haber sido él quien se fuera, mordido por la serpiente y tomado por el Inframundo, por los gentiles brazos de Hades o Perséfone.
—¿Por qué tenías que irte, por qué...? —cuestionaba una y otra vez. Repitiendo las palabras como si fuera un disco rayado. En una de sus manos sostenía las de Eurídice, mientras en la otra su relicario. Aquel que se regalaron y grabaron el día en que comenzaron aquella amorosa relación. Y ahora arrebatados de la posibilidad de vivir juntos un hermoso futuro, sentía que no era justo, que había algo que no encajaba. —Haré... haré lo que sea con tal de que vuelvas a mis brazos, aunque deba dar mi vida por ello —murmuró. —Te lo juro, Eurídice... iré hasta el inframundo con tal de tenerte a mi lado de nuevo. —aseguraba mientras continuaba llorando sin consuelo. El viejo a su lado, aquel que había intentado todo para salvarla se animaba a hablar tras haberle dejado un buen rato a Orfeo para sufrir la reciente pérdida de su amor.
—Una prueba de amor lo suficientemente fuerte podría ablandar el corazón de nuestra señora Perséfone, Orfeo... tu canto ablandó el corazón del mismísimo rey del Inframundo. —propuso aquella idea en la mesa, sonando preocupado... afligido por el dolor de aquel joven enamorado. —Esto es injusto... ¡es injusto! ¡No nos merecíamos esto! —exclamó. Sintiendo que todo eso no era más que una jugada cruel de los dioses, un egoísmo total de querer llevarse ese hermoso amor que compartían y separarlo. Y si era una prueba para ver si realmente se amaban, cuán poderoso era esa pasión que sentían el uno por el otro, tendría que superar entonces los límites de este mundo. Para Orfeo en cambio no era más que una cruel burla, una broma macabra para hacerles sufrir.
Orfeo tomó el cuerpo de Eurídice en brazos, cargándole sin problema alguno. El anciano intentó detener al peligris pero ya era demasiado tarde. Y al desplegar sus alas, estas en vez de tener un tono hermosamente blanco como el marfil, ya no brillaba con la pureza de siempre. En vez de eso, ahora habían perdido todo su brillo, siendo plumas blancas y nada más. Se la llevaría lejos, donde nadie pudiera hacerle daño a su cuerpo, donde solo él pudiera verle, y donde lloraría por ella hasta que el momento de separarse por completo llegara. El momento en donde el cuerpo de su amada yacería seis pies bajo tierra. Y en ese momento, es cuando el luto comenzaría. La lira de Orfeo sonaba triste, cada nota tocada con una melancolía absoluta. Los animales sufrían con él, los árboles parecían agachar sus copas en son de la música, como si también lloraran con el peligris, acompañando su dolor y comprendiéndolo. La misma naturaleza se ponía a sus pies, y la tierra lloraba por su pérdida junto a su canción.
Orfeo había perdido a su Eurídice.
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